El sol de la mañana se eleva sobre la Ría de Vigo, iluminando el vibrante ajetreo de la Estación Marítima. Es allí donde comienza la experiencia. Los viajeros, con la anticipación dibujada en sus rostros, validan sus billetes. Saben que no es un simple viaje en ferry; es el peaje necesario para acceder a un tesoro protegido. Para llegar a las Cíes, primero han tenido que solicitar una autorización a la Xunta de Galicia, un requisito que subraya el carácter exclusivo y protegido del destino.
El catamarán, blanco e imponente, espera en el muelle. Una vez a bordo, los pasajeros buscan instintivamente la cubierta superior. Quieren sentir el aire y no perderse nada del espectáculo que está a punto de comenzar. Con un sonido sordo, los motores cobran vida y la embarcación se separa lentamente del puerto.
La ciudad de Vigo se despide mostrándose como un anfiteatro urbano que trepa por la colina, dejando atrás el bullicio, los astilleros y el constante movimiento del puerto. La travesía, que dura unos cuarenta y cinco minutos, es una transición sensorial. El olor a salitre se intensifica y la brisa atlántica despeja la mente.
El barco navega firme sobre las aguas verdeazuladas de la ría. A babor, se dibuja la costa de la península de O Morrazo, salpicada de pequeñas playas y pueblos marineros. A estribor, la costa viguesa se aleja hasta convertirse en una línea distante. Las gaviotas, dueñas del aire, escoltan la estela de espuma blanca que deja el barco, planeando con maestría sobre las olas. Durante el trayecto, los viajeros cruzan miradas con las bateas, las plataformas de madera oscura donde se cultiva el preciado mejillón gallego.
Entonces, emergen en el horizonte. Las Cíes se presentan como una barrera natural, una muralla granítica que protege la ría del océano abierto. El barco cíes Vigo reduce la velocidad al acercarse. Los perfiles escarpados del Monte Agudo y la Isla de O Faro reciben a los visitantes. El agua cambia drásticamente; el azul profundo da paso a un tono turquesa casi caribeño, revelando fondos de arena blanca.
El catamarán atraca suavemente en el muelle de Rodas. Al desembarcar, los viajeros sienten el primer contacto con la arena fina. El silencio del parque nacional, roto solo por el murmullo de las olas y el canto de las aves, confirma que han llegado. La travesía desde Vigo no ha sido solo un desplazamiento; ha sido el prólogo necesario para entrar en el paraíso.